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Autobiografía

"¡Ay! ¡Juguemos, hijo mío, 
a la reina con el rey!"// Gabriela Mistral

El mestizo de Chile no sabe nunca que lo es. Quienes han visto las fotos de mi padre y que saben alguna cosa de tipos raciales no descartan ni por un momento que mi padre era un hombre de sangre mezclada. Fue por un tiempo también director del colegio católico de Santiago San Carlos Borromeo. Dibujaba muy bien y hacía versos de una índole medio clásica, medio romántica según el gusto de la época. El original de esos versos los conserva mi hermana. Todas las gentes del Valle me dieron el amor de él, porque todos lo quisieron por el encanto particular que había en su conversación y por la camaradería que daba, a quien se le acercase lo mismo a los más ricos que a los pobrecitos del Valle. En mi abuela, Isabel Villanueva, a quien los curas llamaban «la teóloga» había esta misma atracción que le daba un lenguaje gracioso, criollo y tierno.

Fui expulsada de la escuela primaria superior de Vicuña a la cual había regresado. El dato es erróneo. Dirigía esa escuela primaria superior doña Adelaida Olivares maestra ciega de casi toda su vida y madrina mía de confirmación. Era persona sobradamente religiosa y cuando en el comienzo hubo entre ella y yo la relación afectuosa que es natural entre madrina y ahijada. Pero cuando mi familia me cambió de apoderado poniéndome a vivir en la casa de una familia Palacios de religión protestante, la directora se sintió muy molesta y me retiró todo su cariño. Vino entonces un incidente tragicómico. Yo repartía el papel de la escuela a las alumnas, el gobierno daba en aquel tiempo los útiles escolares. Era yo más que tímida; no tenía carácter alguno y las alumnas me cogían cuanto papel se les antojaba con lo cual la provisión se acabó a los ocho meses o antes. Cuando la directora preguntó a la clase la razón de la falta de papel mis compañeras declararon que yo era la culpable pues ellas no habían recibido sino la justa ración. La directora, aconsejada por una hermana nuestra ahí mismo, salió sin más hacia mi casa y encontró el cuerpo del delito, es decir, halló en mi cuarto una cantidad copiosísima no sólo de papel, sino de todos los útiles escolares fiscales. Habría bastado pensar que mi hermana era tan maestra de escuela como ella y que yo tomaba de ella cuanto necesitaba. Pero había algo más: el visitador de escuelas del Valle de Elqui, me tenía un cariño como de abuelo (don Mariano Araya) y cada domingo iba yo a saludar a su familia y él me abría su almacén de útiles y me daba además de papel en resmas, pizarras, etc.

[…] Mi famoso «rencor» tiene cierta base de verdad no he perdonado a veces y no he olvidado nunca ninguna de las injusticias recibidas y particularmente no olvidé esta que me magulló toda la adolescencia y que tuvo una repercusión enorme en mi vida de futura (profesora). Dos veces volví a Vicuña la maestra madrina buscó reconciliarse conmigo sin lograrlo porque no acepté a verla. Pero las cosas tienen caminos maravillosos y la mano de Dios anda metida en todas ellas. Estaba muy enferma doña Adelaida y una de sus exalumnas que la servía de enfermera, me mandó preguntar si yo aceptaba ir a visitarla. Yo consulté con mi alma y ésta no había perdonado todavía. Dos días más tarde del recado la maestra murió.

Mi hermana se había casado con un hombre que tenía algunos bienes y un tiempo vivimos mi madre y yo cómodamente allegados a su casa. Mi cuñado tuvo una larga enfermedad y un mal pleito de un hijo y lo perdió todo. Entonces mi madre supo que yo debía trabajar y decidió ella sola que yo siguiese la profesión de mi padre y de mi hermana la de una de mis dos tías monjas y la de casi todos nuestros amigos. Yo temblé cuando a los 14 años ella y su amiga doña Antonia Molina me llevó delante de un visitador de escuelas y le pidieron para mí una ayudantía de escuela rural. Yo tenía 14 años, me mandaron a la Compañía Baja, donde el mar me daba muchos ratos felices, lo mismo que mi olivar que costeaba mi casa y que es el más grande que he visto en Chile y la jefe que me tocó y a quien le caí mal por mi carácter huraño y mi silencio que no se rompía con nada me hizo tan poco feliz como es costumbre cuando la maestra es casi vieja y la ayudante es una muchacha. No se quejaba de lo que debía quejarse: de una ignorancia, porque en aquellos tiempos se pedía poco a una ayudante rural y porque además mi lección era la que enseñaba la (cartilla). Desde esta escuela di un salto verdaderamente mortal por buenos oficios del abogado don Juan Guillermo Zabala (aparecen los vascos en mi vida) me llevaron como secretaria-inspectora al Liceo de Niñas de La Serena. Yo sabía muy poca cosa de redacción oficial y tal vez de redacción toutcourt aunque ya escribiese en los periódicos. Los humildes diarios de provincia reciben y publican casi todo.

Mucho después de unos cinco años de separación nuestra yo lo encontré casualmente en Coquimbo; hablamos bastante tiempo; negó la noticia de su matrimonio y nos despedimos reconciliados casi sin palabras, tan cordiales como antes y con la impresión de un vínculo reanimado y definitivo. Cuantos lo han denigrado, hablando de un robo común y hasta de una estafa, no han dicho que su hermano, que era casi su padre; pues lo había criado por ser ambos huérfanos era en ese tiempo el jefe de los ferrocarriles en su zona a cualquiera podría ocurrírsele que Romelio Ureta cogió aquel dinero pensando en restituirlo de inmediato o contando con que su hermano, ausente por unos días se lo prestaría. Este señor era persona de situación holgada y lo quería mucho. No creo que nadie piense en arruinar su carrera por la suma infeliz que él cogió de una repartición fiscal. Parece que vino un arqueo impensado de caja: el hermano andaba en Ovalle o en otro punto de la provincia y no pudieron comunicarse de ningún modo. Romelio Ureta era hombre tan pundonoroso como para matarse, antes de sufrir vivo una vergüenza. A esta altura del tiempo y de la costumbre funcionaria, el hecho no se entiende, pues la probidad escasea más que la moneda de oro. Yo lo comprendo de haberle conocido a él y al viejo Chile. Doy cuantiosos detalles porque me irrita que se remuevan los huesos de un muerto con una falta tal de inteligencia y de consideración, más que eso me indigna el que por escribir una gacetilla sobre mí -no es el caso suyo- y por cobrarla en un periódico y también por alimentar la glotonería del público se revuelva una sepultura.

Han creado un semblante enteramente falso con la pretensión de demostrarme solidaridad o con la ocurrencia de defenderme, yo no he sido una víctima de él en ningún aspecto; todos los seres somos cual más cual menos, víctimas de nuestro temperamento nací como otros con una capacidad exacerbada para el sufrimiento y tal vez sin ninguna tragedia en mi vida habría padecido lo mismo según el caso de Leopardi y de otros.

Me repugna por otra parte lo cinematográfico aplicado a los vivos, después que me muera, ya pueden hacer su gusto los noveleros a toda su anchura; pero como estoy viva tengo el derecho mínimo de lavar un nombre querido. He callado bastante a este respecto porque soy harto rica de silencio. Mi paciencia se ha ido gastando y esta vez quiero hablar, por tratarse de una crónica escrita por una mujer y que debe salir limpia de un error tan grave sobre un hombre que se allega a la calumnia. Usted, estoy segura, estará muy contenta de que su compañera cuida de la honradez de su trabajo.

[…]
Cuando jubilé me fui en seguida con ella a La Serena para quedar con ella hasta su postrimería. Renuncié al cargo que me ofreció Ginebra con este fin y el Ministro don Jorge Matte me obligó a irme cuando Ginebra no aceptó la designación de Pedro Prado que yo indiqué sin consultarlo al interesado. Yo había tenido en Santiago unos meses antes una extraña visita nocturna de la policía a mi casa de la población Huemul durante mi ausencia y el robo de mis archivadores de cartas cuando visitaba a algunas personas de la oposición, como don Manuel Rivas Vicuña, el diligente policía hacía seguir estos dos hechos, que constató en varias ocasiones mi vecino don Luis Popalaire más otros menos visibles hicieron que mi propia viejecita y mi hermana me aconsejasen aceptar el nombramiento de Ginebra e irme de Chile.
Cuento lo anterior en respuesta a la maledicencia de cierta potencia pedagógica sobre mi condición de mala hija que no vivió con los suyos.

Volvamos atrás cuando yo fui echada del Liceo de La Serena mi madre y mi hermana pensaron en sacrificarme en bien mío y hacerme regresar a la Escuela Normal pues las tres habíamos visto claramente que yo no haría carrera en la enseñanza a menos de conseguir la papeleta consabida, que las gentes llaman título, palabra que quiere decir «nombre» pero que no nombra nada.

(…) En la semana anterior a mi renuncia la directora que tanto dudaba de que yo me suicidase, poniendo aquella firma en mi propia dimisión, ordenó a su personal que no me dirigiese la palabra. Nos reuníamos sólo a la hora de almuerzo y a excepción hecha de doña Fidelia Valdés mis colegas cumplieron celosamente la orden, tanto, que no me respondían cuando yo les hablaba entre plato y plato. En Chile por aquellos años el extranjero tenía apabullado al nacional y éste vivía en muchas reparticiones públicas servilismo tristísimo.

 

A pesar de la publicidad cruda y no poco repugnante a que han llegado los biógrafos respecto de los escritores, nunca entenderé y nunca aceptaré que no se nos deje a nosotros, lo mismo que a todo ser humano, el derecho a guardar de nuestros amores cuando nos hemos puesto y que por alguna razón no dejamos allí razones de pudor, que tanto cuentan para la mujer como para el hombre. Pero se han hecho disparates tan descomunales a este respecto, que esta vez tengo que hablar y no por mí sino por la honra de un hombre muerto.

Romelio Ureta no era nada parecido, ni siquiera era próximo a un tunante cuando yo le conocí. Nos encontramos en la aldea de El Molle cuando yo tenía sólo catorce años y él dieciocho. Era un mozo nada optimista ni ligero y menos un joven de sandungas había en él mucha compostura, hasta cierta gravedad de carácter bastante decoro. Por tener decoro se mató nos comprometimos a esa edad. Él no podía casarse conmigo contando con un sueldo tan pequeño como el que tenía y se fue a trabajar unas minas no recuerdo donde. Volvió después de una ausencia larga y me pidió cuentas a propósito de murmuraciones tontas que le habían llegado sobre algún devaneo mío. Yo vivía desde que él se fue con mi vida puesta en él, no me defendí la mitad por aquella timidez que me dejó muda aceptando mi culpa en la escuela de Vicuña y la mitad creo que la otra mitad por esa excesiva dignidad que me han llamado soberbia muchas veces. La queja me pareció tan injusta que pensé entonces, como pienso hoy mismo que no debía responderse y menos hacer una defensa. Por eso rompimos y las novelerías necias tejidas en torno de este punto no son sino cosa de charlatanes. Este hombre siguió su vida y era natural que la viviese como casi todos los hombres chilenos que no sobresalen en la temperancia. Iba a casarse y llevaba a la vez una conducta ligera que no había sido nunca la suya; se divertía demasiado y su novia parece que no lograba retenerlo.

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